Platón y las virtudes Cardinales:
Prudencia, Justicia, Fortaleza, Templanza.
Aristóteles y la Ética a Nicómaco:
Tratado sobre las virtudes éticas y morales
Entre los valores humanos, ocupan un puesto preponderante las virtudes humanas. La palabra virtud, del latín virtus, igual que su equivalente griego, areté, significa «cualidad excelente», «disposición habitual a obrar bien en sentido moral«.
Dado que se trata de una disposición o capacidad adquirida, por el ejercicio y el aprendizaje, de hacer lo que es moralmente bueno, la virtud es una cualidad de la voluntad que supone un bien para uno mismo o para los demás. Y en esto se distingue una virtud de cualquier otra disposición habitual, como por ejemplo la salud, la fuerza física o la inteligencia: en que «en un hombre virtuoso la voluntad es la que es buena«.
De Sócrates a Tomás de Aquino
Los antecedentes de la teoría de la virtud se remontan a la antigüedad:
Sócrates (470-399 a.n.e) identifica la virtud con el conocimiento: las personas serán virtuosas si “conocen” que es la virtud. Para este pensador toda maldad o pecado es resultado de la ignorancia. El recto conocimiento de las cosas lleva al hombre a obrar moralmente.
Platón (427-347 a.n.e) difiere con Sócrates, ya que no consideró que la virtud consistía solamente en sabiduría, sino también en justicia, temperancia y fortaleza, las cuales constituyen, según él, la justa armonía de la actividad humana.
Para Platón el alma humana está compuesta por tres partes: la racional, la voluntad, y los apetitos. Para él, una persona justa es aquella que el elemento racional apoyado por la voluntad controla los apetitos. Consideró al bien como un elemento esencial de la realidad, y que el mal no existe en sí mismo, sino que es un reflejo imperfecto del bien. Planteó que el bien supremo consiste en una perfecta imitación de Dios. La virtud facilita al hombre ordenar su conducta de acuerdo con los dictados de la razón y la conducta deviene una imitación de Dios. La virtud es, en Platón, el dominio de la parte racional del alma sobre la parte apetitiva (tendencia a lograr un fin sensible) y sobre la parte irascible (tendencia a evitar un daño sensible).
Aristóteles (384-322 a.n.e), discípulo de Platón, es el primero que hace una sistematización de conocimientos relacionados con la ética y la doctrina de la virtud en el Libro II de la Ética a Nicómaco. La orientación fundamental de su sistema ético-filosófico es la felicidad (eudemonismo). Plantea que las virtudes morales son hábitos de elección o preferencias volitivas que hacen bueno al hombre y buena la obra que realiza, y constituyen posiciones intermedias entre extremos viciosos, uno por exceso y otro por defecto. Al igual que Platón considera que la virtud no es sólo sabiduría, sino también justicia, templanza y fortaleza.
La vida es moralmente virtuosa si se tiene el hábito de la virtud, «por el cual el hombre se hace bueno y por el cual ejecuta bien su función propia»; la práctica habitual de las virtudes éticas, que consisten en un justo medio entre dos excesos, hace al hombre moral y lo dispone a la felicidad. Por esto la ética no es sino el cumplimiento del fin del hombre.
Tomás de Aquino (1225-1274), el último gran maestro de la cristiandad occidental todavía no dividida, designó la virtud humana como ultimum potentiae, o, en lenguaje de hoy, el máximo de aquello que una persona puede ser. Aquino aceptó el tratamiento dado a las virtudes por Platón, por considerar que la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza constituyen el fundamento de todas las demás. Según este pensador, en estas «virtudes-tipos» se realizan a la perfección los cuatro modos generales de virtud: determinación racional del bien (prudencia), establecimiento del bien (justicia), firmeza para adherirse al bien (fortaleza), y moderación para no dejarse arrastrar al mal (templanza).Tomás de Aquino distingue entre apetito natural, el de la comida, por ejemplo, sensitivo e impulsado por la imaginación o la sensación, y el racional, que es la determinación de la voluntad.
El concepto aristotélico de virtud, fundamento de la ética, pasa con Santo Tomás al mundo cristiano. A las virtudes morales de Aristóteles y a las principales o cardinales -así llamadas por San Ambrosio- que Platón menciona como fundamentales en La República, a saber: sophía, prudencia; andreia, fortaleza; sophrosine, templanza; y dikaiosyne, justicia, añade las virtudes teologales (fe, esperanza y caridad), que tienen por objeto a Dios.
Los hábitos
Tanto el bien como el mal obrar forman costumbres e inclinaciones en el espíritu; es decir, hábitos de obrar. A los buenos se les llama «virtudes»; y a los malos, «vicios». Un hábito bueno del espíritu es, por ejemplo, saber decidir sin precipitación y considerando bien las circunstancias. Un vicio, en cambio, en el mismo campo, es el atolondramiento, que lleva a decidir sin pensar y a modificar muchas veces y sin motivo las decisiones tomadas. Algo tan importante como lo que llamamos «fuerza de voluntad» no es otra cosa que un conjunto de hábitos buenos conseguidos después de haber repetido muchos actos en la misma dirección. Ésta es la regla de oro de la educación del espíritu: la repetición.
Hay un pequeño caso que afecta a una parte importante de la humanidad y que nos ofrece un buen ejemplo: la hora de levantarse de la cama. Casi todos los hombres tenemos la experiencia de lo que supone en ese momento dejarse llevar por la pereza, y los que son más jóvenes la tienen de una manera más viva. Si, al sonar el despertador, uno se levanta, va creando la costumbre de levantarse, y, salvo que suceda algo como un cansancio anormal, resulta cada vez más fácil hacerlo. En cambio, si un día se espera unos minutos antes de dejar la cama, al día siguiente costará más esfuerzo; y si se cede, todavía más al día siguiente. Así hasta llegar a no oír el despertador.
Las virtudes cardinales
Las virtudes humanas fundamentales o virtudes cardinales son, desde Aristóteles, las siguientes: prudencia, justicia, fortaleza y templanza. El adjetivo “cardinal” se deriva del sustantivo latino “cardo”, que significa “gozne” (bisagra), y se las llama así por ser virtudes “gozne”, es decir que sobre ellas dependen las demás virtudes morales. Si un hombre es realmente prudente, justo, fuerte y templado espiritualmente, podemos afirmar que posee también las otras virtudes morales. Por lo que es válido afirmar que estas cuatro virtudes contienen la semilla de las demás.
- La prudencia contiene al principio de adecuación a objetivos y al valor flexibilidad.
- La moderación contiene el principio del término medio.
- La justicia contiene el principio que lleva su nombre.
- La fortaleza, que es el otro valor pilar, contiene al principio de adherencia a las exigencias de autorregulación moral.
La prudencia es la virtud cardinal residente en la razón práctica que ordena rectamente nuestro obrar y nos permite discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. «El hombre cauto medita sus pasos» (Prov14,15).
Etimológicamente deriva de la voz latina prudentia, a su vez vinculada con providentia, de procul videre, ver desde lejos, fijarse en el fin lejano que se intenta, ordenando a él los medios oportunos y previendo las consecuencias. La virtud de la prudencia también ha sido designada con una voz más antigua: discretio, que significa elección, buen juicio y que está emparentada con el verbo discernir. Y el discernimiento, el buen juicio relativo a los medios, es la médula de la prudencia.
Como toda virtud natural o adquirida no se logra por la realización de actos aislados, sino a través de la práctica habitual, de la repetición ordenada y perseverante.
La prudencia es una virtud fundamental, la más importante de las virtudes cardinales, porque la justicia, la fortaleza y la templanza dependen de ella, que vincula al sujeto a la medida objetiva de la realidad y lo conecta con el ser de las cosas. La supremacía de la prudencia “quiere decir solamente que la realización del bien exige un conocimiento de la verdad”.
Santo Tomás escribe que “el arte es la recta razón en la producción de las cosas, mientras que la prudencia es la recta razón en el obrar”. He aquí la diferencia que hay entre hacer y obrar según el filósofo.
No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con el doblez o la simulación. Es llamada la «auriga virtutum»: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.
La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a cada uno (incluidos nosotros mismos) lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada «la virtud de la religión». Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común.
Cuique suum significa “a cada quien lo suyo” principio esencial de la justicia en el derecho romano.
Una de sus características es la objetividad, por eso hay autores que dicen que justicia “es la capacidad de vivir la verdad con el prójimo”.
La justicia perfecciona nuestra voluntad (como la prudencia nuestra inteligencia), y salvaguarda los derechos de nuestros semejantes a la vida y la libertad, al establecimiento de un hogar, al buen nombre y el honor, a sus posesiones materiales. Un obstáculo a la justicia, que nos viene fácilmente a la mente, es el prejuicio, que niega al hombre sus derechos humanos, o dificulta su ejercicio, por el color, raza, nacionalidad o religión. Garantizar y proteger ese derecho es el sentido intrínseco del Poder. Cuando el Poder no cuida de la Justicia, ocurre invariablemente la injusticia.
El principio de justicia aborda el problema de la responsabilidad moral del ser humano no solo con los demás sino también consigo mismo. En su expresión positiva plantea que la actividad humana debe aportar beneficio a la sociedad y al equilibrio y perfeccionamiento personal. En su expresión negativa o prohibitiva plantea que la actividad de un individuo no debe producir de manera injustificada desequilibrio en su propia persona u obstaculizar su perfeccionamiento individual, así como tampoco producir injustificadamente desequilibrio u obstáculos para el perfeccionamiento personal de otros.
El fundamento de esta virtud radica en la esencia social de nuestra especie humana. Nuestro «yo» se construye con los lazos que tejemos con los demás. Sólo a través de las relaciones que establecemos con los demás podemos realizar nuestros objetivos e ideales, y lograr una tendencia a la satisfacción armónica de nuestras necesidades.
La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las debilidades y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. Expresa una cualidad importante, que es la firmeza en el bien definida por los demás principios, a pesar de que las presiones del medio tanto interno como externo induzcan al individuo a actuar de manera contraria. Contiene al principio de adherencia a las exigencias de autorregulación moral y tiene que ver con el estado físico y espiritual: colmado de bien y ausente de mal…. Retomando palabras de Tomás de Aquino, la fortaleza nos permite adherirnos al bien. Su antivalor es la debilidad, la cual es la falta de adherencia al sentido de lo justo o debido, falta de adherencia a los propios principios, independientemente de la causa que lleva a ceder ante inclinaciones o aversiones.
En el orden moral natural hay dos virtudes que son constitutivas del bien: la prudencia y la justicia, y, por ende, más importantes que las otras dos, la fortaleza y la templanza, que son sólo conservativas de ese bien en cuanto liberan al hombre de todo aquello que pueda apartarlo de él. De estas dos, la fortaleza ocupa el primer lugar, porque el temor a los peligros graves es mucho más fuerte y eficaz para apartar al hombre del bien que la atracción de la concupiscencia (En la teología cristiana, se refiere a la propensión natural de los seres humanos a obrar el mal, como consecuencia del pecado original. Según el Diccionario de la lengua de la Real Academia Española la concupiscencia es, ‘en la moral católica, deseo de los bienes terrenos y, en especial, apetito desordenado de placeres deshonestos’, por lo que tiene una connotación sexual).
El fin de la fortaleza consiste en remover los impedimentos para permitir a la voluntad seguir fielmente los dictados de la recta razón, que es el criterio, norma y medida del bien obrar.
La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar para seguir la pasión de su corazón. Nos permite hacer un uso correcto de las cosas que placen a nuestros sentidos para dotar así al cuerpo de su lugar en el ordo rationis. La templanza no elimina los deseos, sino que los regula. Es la virtud que enriquece habitualmente a la voluntad y la inclina a refrenar los diferentes apetitos sensitivos hacia los bienes deleitables contrarios a la razón. En ese caso, quitar obstáculos consistirá principalmente en evitar las circunstancias que pudieran despertar deseos que, en conciencia, no pueden ser satisfechos.
Dos son las tendencias sensitivas principales del llamado apetito «concupiscible» que arrastran al hombre a los bienes deleitables: el placer de comer y el sexual, vinculado el primero a la conservación del individuo, y el segundo a la de la especie. Estas pasiones o tendencias no son malas en cuanto logran sus bienes deleitables dentro del orden racional o del perfeccionamiento integral humano, es decir, dentro de la consecución de sus fines respectivos, para los que han sido constituidas, de acuerdo con el ser y actividad humanos. El desorden o pecado en este terreno consiste en el uso de los goces de tales inclinaciones contra los fines naturales o en el uso de los mismos con exceso o fuera de la medida necesaria para la consecución de los mismos.
Los hábitos buenos -las virtudes- consiguen que se vaya estableciendo el predominio de la inteligencia en la vida del espíritu. Los vicios dispersan las fuerzas del hombre, mientras que las virtudes las concentran y las ponen al servicio del espíritu. La persona que es perezosa, que tiene el vicio de la pereza, puede fijarse, quizá, propósitos asombrosos, pero es incapaz de cumplirlos: su espíritu resulta derrotado por la pereza, por la resistencia del cuerpo a moverse. Sorprendentemente, no basta con proponerse una cosa para ser capaz de vivirla ni tampoco basta una primera decisión.
Sólo con esfuerzo -repitiendo muchas veces actos que cuestan un poco- se consigue el dominio necesario sobre uno mismo. Las virtudes van extendiendo el orden de la razón y el dominio de la voluntad a todo el ámbito del obrar. Concentran las fuerzas del hombre, que se hace capaz de orientar su actividad en las direcciones que él mismo se propone. La misma palabra «virtud» que es latina, está relacionada con la palabra «hombre» (vir) y con la palabra «fuerza» (vis). La gran fuerza de un hombre son sus virtudes, aunque quizá su constitución física sea débil. Sólo quien tiene virtudes puede guiar su vida de acuerdo con sus principios, sin estar cediendo, a cada instante, ante la más pequeña dificultad o ante las solicitaciones contrarias. En cambio, los pequeños vicios de la conducta debilitan el carácter y hacen a un hombre incapaz de vivir de acuerdo con sus ideales. Son pequeñas esclavitudes que acaban produciendo una personalidad mediocre. Y es que, como decía Aristóteles,«nuestro carácter es resultado de nuestra conducta.»