Extracto del libro del psicoanalista Luis Chiozza, quien reflexiona acerca del complejo escenario en el que vivimos, en el cual la ciencia y la tecnología han multiplicado nuestro poder de manera exponencial, mientras que en el terreno afectivo seguimos siendo primitivos.
Texto del capítulo 12: La soledad, la decepción y la esperanza en la convivencia
La crisis cultural actual
Tanto las normas sociales con las cuales nos encontramos al nacer. que influyeron también en la forma en que fuimos concebidos y en las vicisitudes de nuestra gestación, como los avatares de nuestra convivencia en el mundo que constituye nuestro entorno, están condicionados hoy por una crisis que se manifiesta como una falta de coincidencia y de consenso en la asignación de los valores.
Diversos autores, entre ellos Gebser y posteriormente Toffler, coinciden en afirmar que no se trata de una crisis generacional.
Cuando la humanidad, en un cambio evolutivo turbulento cuyo epicentro ocupó centurias, abandona el predominio de la magia para ingresar en un mundo regido por el predominio de lo racional, sentó las bases de la cultura en la cual hasta ayer vivimos instalados.
En esa cultura, la antigua tribu cedió su lugar a la familia, y la magia se bifurcó en ciencia y religión, pero la mutación fundamental debemos verla en el desarrollo de una conciencia individual, que avaló, en cada ser humano, el sentimiento y la idea de ser el único dueño de sí mismo.
El desarrollo cultural obtenido fue magnífico, y sin embargo ya no parecen caber dudas de que nuestra civilización ha ingresado en una crisis de turbulencia semejante a la que caracterizó aquel cambio evolutivo primitivo en el pensamiento de la especie homo sapiens.
La crisis actual se manifiesta de dos maneras distintas, Por un lado, una dificultad caótica en el proceso de establecer valores compartidos en el seno de nuestra civilización, dentro de la cual, los valores de antaño y especialmente el individualismo y el desarrollo tecnológico que lo acompaña parecen haber superado su nivel óptimo para ingresar en un extremo cuya complejidad genera prejuicios incontrolables e imprevistos. Por el otro, el desarrollo de la filosofía y de la ciencia se interna en el descubrimiento de los límites del pensamiento lógico y racional, para acceder a otras formas del pensamiento y del conocimiento que desdibujan las fronteras de las distintas disciplinas de la ciencia, de la religión y del arte, hermanándolas en teorías fundamentales que las unifican en sus principios. Citemos como ejemplos de esas nuevas teorías la cibernética, la Gestalt, la relatividad, la teoría de los quanta, la teoría de las catástrofes, las formulas de los fractales, la teoría del orden implícito, la psicología transpersonal o las teorías que se refieren al psiquismo inconsciente. Es difícil saber si hemos llegado al epicentro de nuestra turbulencia actual, pero, aunque así fuera, no es aventurado suponer que en el mejor de los casos la superación de la crisis podría llegar a demandar centurias. Mientras tanto el rayo láser, la fisión atómica, los anticuerpos monoclonales, los pesticidas , el transplante de órganos, la ingeniería genética, la fertilización asistida, la informática, la investigación farmacológica de las enzimas y los medios de comunicación continuarán enfrentándonos con nuestra enorme dificultad para pensar nuevas leyes sociales, en un mundo cuya evolución y cuyo desarrollo creíamos hasta hace poco que podíamos guiar.
En el campo de la psicoterapia psicoanalítica, que es el que conozco mejor, esto aparece bajo una forma que también es nueva. Si en la época de Freud una de las áreas que el psicoterapeuta se proponía era la de reconciliar el yo del paciente con un Superyo más tolerante y más maduro, no cabía, en ese momento, duda alguna con respecto a cuáles serían los preceptos consensuales normativos de ese Superyo. Hoy la tarea es mucho más compleja, porque no se trata solamente de conciliar el yo del paciente con los mandatos de su Superyo, sino de comprender qué tipo de Superyo se ha construido y cómo establece sus valores. La añoranza, que a veces se manifiesta por un retorno a los valores de antaño, parece minimizar el hecho de que se trata de procesos complejos que no pueden ser recorridos hacia atrás.
Se ha sostenido que, así como los vinos que surgen de algunas cosechas son mejores que los de otras, o los modelos de autos que una fábrica produce en algunos años superan a otros, incluso posteriores, de la misma empresa, la evolución de las formas biológicas no alcanza, en todas las especies, la misma perfección. La cucaracha o el ratón, por ejemplo, demuestran una capacidad de supervivencia y adaptación que, de acuerdo con algunos zoólogos, no alcanzan otros animales, limitados por algunos puntos críticos, como sucede en el caso del langostino, cuyo esófago, rodeado por el cerebro, podría obstruirse si el cerebro crece.
Un conocido neurofisiólogo, McLean, ha llegado a afirmar, hace ya algunos años, que el ser humano evidencia en su desarrollo neurológico una fisiología dividida, y que la escasa comunicación entre ambos hemisferios cerebrales explica que muestre una trágica desarmonía entre su desarrollo intelectual y su desarrollo afectivo. Se trata de una afirmación que, en lo que se refiere al sistema nervioso, es muy discutible, y tal vez sea errónea, pero el hecho cultural que ha querido explicar de este modo es verdad.
No cabe duda de que la ciencia y la tecnología han multiplicado nuestro
poder de manera exponencial, mientras que en el terreno afectivo, nos conmueven los mismos afectos que, en la época de Shakespeare, hace cuatrocientos años, conmovían a la gente que habitaba en una pequeña aldea.
La desarmonía entre el desarrollo del poder tecnológico y el primitivismo afectivo se ha comparado con lo que le podría ocurrir si se distribuyeran ametralladoras en una tribu salvaje, o peor aún, con lo que puede ocurrirle a un mono con un tubo de pegamento al que llamamos “la gotita”.
No podemos asegurar que nuestra civilización sobreviva, pero justamente por eso tampoco podemos asegurar que no lo lograremos.
Vivimos en un mundo complejo en el cual la inmensa mayoría de fenómenos escapan a la simple relación de causa-efecto que describimos con ecuaciones lineales. De manera que nuestras previsiones con respecto a la mayoría de los fenómenos del mundo, son, (como un pronóstico meteorológico a cinco días de plazo) muy poco confiables.
En esas condiciones podemos, mediante la razón, explicar bastante bien porqué fallamos, pero nuestro pensamiento raconal no explica el logro de la compleja adaptación que nos mantiene en el mundo.
Weizsaecker sostiene que la seguridad es una ilusión, pero que la inseguridad, por idénticos motivos también es ilusoria. Más allá de todo tremendismo, conviene tener presente la magnitud de la crisis en la cual vivimos inmersos, pero frente a la cantidad de temporales que, en su evolución biológica ha capeado la vida, carecemos de los elementos para sustentar el pronóstico de que correremos el mismo destino que los dinosaurios.
Volvamos entonces, como ya dijimos, sin ningún tremendismo, sobre las características de la crisis en la cual vivimos. Mencionamos antes un primitivismo afectivo, pero, en rigor de verdad, deberíamos referirnos a un “raquitismo” afectivo, porque el primitivismo se parece a la vida primitivo que transcurre en su ambiente natural, mientras que las perturbaciones afectivas de nuestra época, rica en perversiones, se parecen más a los trastornos del desarrollo y a las deformaciones malsanas que se dan en las alcantarillas de las grandes ciudades o en el cautiverio en la “jungla de cemento” de un jardín zoológico. Dado que los valores surgen de las importancias y las importancias surgen de lo que sentimos, no debe extrañarnos que los trastornos del desarrollo afectivo contribuyeran para empeorar la crisis de la moral, que se sustenta en los valores compartidos. Hay una serie de valores que forma parte de las “virtudes clásicas”: la dignidad, la distinción, la honradez, la autenticidad, la responsabilidad, la fidelidad, la cultura y también la autoridad en cuanto capacidad testimoniada por el hecho de haber sido autor. Nadie diría que estos valores han perdido vigencia, pero no cabe duda de que, más allá de lo que acerca de ellos se diga, cuando se trata de ejercerlos suelen ser hoy relativizados. Relativizados quiere decir aquí que se los valora en el contexto de una situación, contrastándolos y sometiéndolos a otras conveniencias, pensando, a menudo, sin demasiado escrúpulo, que el fin justifica los medios. Lo mismo ocurre con valores como la libertad y la justicia, con la diferencia de que, en esos casos, se suele fingir que se los sostiene sin ningún género de condicionamiento. Hay, además, otra serie de valores, que se suelen sostener como absolutos: como el poder, especialmente sobre otros individuos, la posesión, sobre todo de bienes materiales, el conocimiento, sobre todo científico y técnico, la supervivencia, sobre todo en términos de cantidad de años, y finalmente el triunfo y la fama.
Agreguemos, en este desconcierto cultural, lo que sucede con los roles masculino y femenino, que han cambiado su figura “clásica”, integrada en las costumbres de antaño, sin haber llegado todavía a establecerse con un perfil nuevo que goce de un consenso ampliamente compartido. De modo que asistimos diariamente a las mezclas más heterogéneas en lo que se establece como las mores o costumbres que constituyen la moral de una pareja, porque cada uno de sus miembros trata de conservar, de las costumbres de ayer y de hoy, solamente las que más se le acomodan mejor.
Así vemos, por ejemplo, que un hombre desea que su mujer contribuya con el cincuenta por ciento a la manutención del hogar y que, además, le sirva el desayuno en la cama, mientras que su esposa desea que su marido la mantenga y que no le pida que prepare la comida.
Sin embargo, tal como antes dijimos, lo que parece ser el núcleo de cristalización de la crisis cultural que nos aqueja es la forma malsana que el individualismo ha adquirido en nuestros días. En nombre del prestigio, del poder, de la riqueza, el individualismo nos muestra muchas veces sus formas más ruinosas, en las cuales el orgullo es sustituido por la vanidad, el amor a los hijos oculta el narcisismo excedido, el amor a la familia oculta el egoísmo, la amistad se transforma en una relación de conveniencia, el cariño, interpretado como una debilidad, se sustituye por la pasión, por el enamoramiento o por el intento pretendidamente se ama.
El reconocimiento del individuo, unido en su origen al nacimiento de la familia y al reconocimiento de la paternidad, desarrolló en sus mejores momentos formas que permitieron el desarrollo pleno de las disposiciones latentes que en el primitivo permanecían dormidas. Hoy nos parece tan natural sentirnos dueños de nosotros mismos que no llegamos a comprender cómo vivía el salvaje en su tribu, el esclavo capturado o el villano de una ciudad feudal.
Cabe preguntarse cómo ha ocurrido y qué ha ocurrido para que un progreso semejante haya ingresado en una zona en la cual funciona mal. La filosofía, la biología o la psicología de nuestros días no suscribirían, sin discusión alguna, la idea de Hobbes de que el hombre, en su estado natural, es “el lobo del hombre”. Tampoco suscribirían hoy sin discusión alguna la idea darwiniana de que la lucha por la existencia, y la supervivencia del más apto, es lo que rige la evolución biológica del mundo natural y constituye, por lo tanto, un supremo valor. Explícita o implícitamente siempre hemos aceptado que el individuo vivo debe luchar, debe adaptarse y debe aprender a convivir.
Si queremos expresarlo en la jerga de la psicología, deberíamos decir que un yo fuerte sabe y puede aceptar lo que le conviene aceptar y prescindir de aquello que le conviene prescindir. En resumen, la relación con los otros es y debe ser un producto de los intereses del yo. Pero precisamente esa es la idea que hoy cuestionamos. Todorov, que no es psicólogo sino lingüista, señala en su libro La vida común que la relación con el otro es anterior al interés y es anterior al yo. No se trata de una discusión académica, la cuestión tiene una importancia grande, porque no sucede que primero se vive y después se convive, sucede, por el contrario, que vivir es convivir, siempre, desde el comienzo de la vida y de manera ineludible. No convivimos a partir de lo que somos, solamente conviviendo somos, y no solo psicológicamente, sino también biológicamente.
Copernico inflige a la humanidad su primera herida narcisista: la Tierra no es el centro del universo. Darwin la segunda: el hombre es un desarrollo que proviene de la escala biológica. Freud la tercera: la conciencia no es el señor de nuestra mente, el inconsciente nos gobierna. En nuestros días asistimos a la cuarta injuria narcisista: la noción de la insignificancia del yo.