En este artículo, Stephan Schmidheiny explica los riesgos de dejar el sistema de mercado librado a su propio albedrío y la necesidad de orientarlo para que se rija por los valores definidos por la sociedad, más allá de las leyes de la oferta y la demanda.
En la segunda mitad del siglo XX, durante el período conocido como la Guerra Fría, en el mundo competían dos sistemas para la organización de las economías nacionales, basados en conceptos radicalmente opuestos. Con el colapso de la Unión Soviética, dicha competencia terminó, y este hecho se transformó en una evidencia incuestionable de que el sistema de mercado permite a las naciones ser más creativas, eficientes y productivas.
Al finalizar la Guerra Fría, los pueblos de todo el mundo esperaban recibir algún tipo de beneficio, algo así como un «dividendo de paz» producto de la disipación de la tensión Este/Oeste que había signado la escena política internacional desde fines de la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, tal como las circunstancias del mundo real lo demostraron, este dividendo fue percibido sólo por una minoría de personas pertenecientes a una minoría de naciones. En la actualidad, esto ya no se traduce en una mera cuestión de eficiencia y productividad, sino que comienza a convertirse en un tema fundamental, vinculado a valores humanos, sociales y ambientales, muchos de los cuales no son directamente mensurables en términos económicos, por lo que no son tenidos en cuenta por el mercado. Debido a ello, al mismo tiempo que continúa mejorando en su productividad y eficacia, el mercado también continúa ignorando las crecientes necesidades y las urgencias relacionadas con los valores antes mencionados.
Pareciera ser que el contrato social que guiaba a las sociedades occidentales y que mantenía un razonable equilibrio tanto dentro de las naciones como entre ellas durante el período de la posguerra, ya no funciona. Vivimos en una era sin contrato, en la cual los límites tradicionales han desaparecido, y en la que casi cualquier cosa resulta válida siempre que sea exitosa en términos monetarios y, por ende, en términos de mercado.
La Cumbre de la Tierra, realizada en Río de Janeiro en 1992, proporcionó varias plataformas que les permitían a los gobiernos de todas las naciones enfrentar cuestiones políticas relacionadas con los valores que no son tomados en cuenta por el sistema de mercado. Los gobiernos utilizaron esas plataformas para formular audaces promesas respecto de un cambio de rumbo hacia formas más sostenibles de desarrollo. Sin embargo, en el mundo real, después de Río, muy pocas de estas promesas se cumplieron. Los dividendos generados por la “eficacia y eficiencia” siguieron fluyendo hacia diversas minorías, mientras que el mercado continuó ignorando los valores “no monetarios”.
Este problema se centra, fundamentalmente, en una interpretación equivocada, que reside en confundir el instrumento con el propósito. En el pasado reciente esta interpretación errónea ha ido creciendo, especialmente en los Estados Unidos, a tal extremo que el mercado es frecuentemente considerado como la panacea universal: un remedio capaz de curar todos los problemas de la sociedad. Se supone que es suficiente con apelar a la creatividad y hacer las cosas de un modo más eficiente y productivo para que el mundo funcione mejor. En realidad, es cierto que si aplicamos este criterio algunas cosas funcionarán mejor, pero para el planeta en general y para muchos de sus habitantes esto no será necesariamente así.
Existen cuestiones referidas a los valores humanos, sociales y ambientales que requieren ser encaradas utilizando mecanismos distintos a los del sistema de mercado. Estos valores deben reflejarse en las políticas adoptadas por los gobiernos e implementadas por sus autoridades, quienes esencialmente tendrán que contestar a la pregunta: «¿Hacia dónde queremos ir en el futuro?». Y una vez que se responda a la cuestión acerca de hacia dónde queremos ir, el mercado, probablemente, nos proveerá la manera más rápida, más creativa y más eficiente de llegar a ese destino.
Librado a su propio albedrío, al no tener ningún punto de sustento, el mercado intentará mejorar a ciegas el nivel de creatividad y eficiencia, tomando cualquier rumbo al que apunte el «desarrollo». De este modo, producirá más y mejores bienes y servicios, pero al costo de explotar a quienes no tienen ninguna oportunidad de participar en la carrera competitiva —y existen muchas razones por las cuales se les niega dicha oportunidad a ciertas naciones y a sus ciudadanos— o promoverá diversas actividades humanas que inexorablemente llevarán a la destrucción de nuestros recursos naturales.
La actual interpretación de la economía de mercado por parte de las naciones líderes del mundo se basa en la premisa implícita de que «más es mejor». Dicha interpretación ignora la decreciente tasa de retorno —que eventualmente podría llegar a convertirse en inversamente proporcional— en términos de satisfacción a través del consumo. Por ejemplo, la llamada comida rápida ha surgido como una manera creativa de hacer más “eficientes” las comidas. Sin embargo, la lección que estamos aprendiendo al respecto de los Estados Unidos como consecuencia de lo que está próximo a alcanzar proporciones de epidemia nacional, es que existen límites para la premisa «más es mejor». Por lo tanto, a menos que se respeten los límites asociados con la ingestión de alimentos, la disponibilidad y abundancia de comida rápida y barata se convertirá en el camino más eficiente hacia la obesidad, la decreciente calidad de vida y la muerte prematura.
A través del sistema de mercado, la humanidad ha desarrollado un maravilloso concepto y un mecanismo capaz de producir grandes beneficios. Pero siempre será solamente lo que es: un mecanismo. No plantea la pregunta: ¿Con qué propósito? El sistema se limitará siempre a brindar nada más que un mecanismo para alcanzar ese propósito. Un cuchillo se puede utilizar para preparar una comida o para matar a una persona. Por tratarse de un simple instrumento, dicho cuchillo es ciego respecto de los propósitos basados en valores. Es por ello que puede servir a cualquier finalidad que se encuentre dentro de sus posibilidades. De modo similar, el mercado puede servir para mejorar o empeorar la calidad de vida de las personas y para conservar o destruir los recursos naturales. Para servir al “buen” propósito, deberá estar regido por los valores definidos por la sociedad, más allá de las leyes de la oferta y la demanda.
El capitalismo en sí no es ni nunca será un paradigma para el desarrollo. Dentro de su universo de capacidades se cuenta la de ser la mejor y más eficiente manera de trabajar hacia un paradigma definido. Y dicho paradigma tendrá que surgir de las visiones, valores, ideas y preferencias de la gente.
Cualquiera sea el paradigma que la humanidad defina, parece obvio que la noción de «sostenibilidad» debería formar parte de él. Llevada a su definición más simple, sostenibilidad significa que el desarrollo no debe destruir su propio fundamento y que todos en este mundo deben tener la oportunidad real de participar de sus beneficios en forma equitativa. Si los valores universales que compartimos la mayoría de los seres humanos se concentraran en el respeto por la vida y el planeta, no existiría ningún argumento racional relevante en contra de la sostenibilidad. Como mandato axiomático, es probable que la sostenibilidad se incluya en algún paradigma del futuro, cuando las naciones líderes del capitalismo aprendan a distinguir y a marcar la diferencia entre el instrumento y el propósito.
17 marzo de 2004